lunes, 25 de agosto de 2014

La obsesión de Podemos por Gramsci

Si hay un pensador que se cita y se recita en el núcleo dirigente de Podemos, ese es Antonio Gramsci, el histórico dirigente del Partido Comunista Italiano.
Pese a ser considerado como un clásico del marxismo, Gramsci fue uno de los grandes renovadores de las teorías de Marx y también de Lenin, pese a que jamás atacara el núcleo duro de la teoría.
Uno de los aspectos que más atraen del pensamiento de Gramsci (aparte de su férreo compromiso, que le llevó a la cárcel) es su supuesta heterodoxia o flexibilidad, ya que a diferencia de muchos dirigentes comunistas de su época, Gramsci defendió la idea de que la revolución era un objetivo dinámico, en continua transformación. El marxismo clásico, por ejemplo, otorgaba el papel de dinamizador de dicha revolución a los obreros industriales, el proletariado, mientras que Gramsci, como ya lo hizo Lenin, defendió que todo grupo social explotado podía convertirse en elemento de vanguardia revolucionaria. Ponía como ejemplo a los campesinos rusos, pero también a los jornaleros del sur de Italia.

El interclasismo de Podemos

Podemos, aplicando la teoría de Gramsci, pretendeencontrar en la sociedad española contemporánea un caldo de cultivo social que se convierta en protagonista de una revolución en toda regla. Sin embargo, al contrario que Gramsci, en Podemos se quiere dar a esto un tinte interclasista: no se trataría de la lucha de las clases sociales bajas por una revolución dirigida a la abolición de las clases mismas, sino que lo que se quiere es elaborar un programa de mínimos que pueda suscribir cualquier ciudadano agraviado con las políticas neoliberales actuales.
El programa de Podemos es, de este modo, un programa transversal, por lo que la revolución pretendida se despojaría de su contenido social, solo se centraría en la reforma de las instituciones, de manera que una vez conseguido el poder, se establecerían cambios políticos, pero las condiciones sociales no se moverían apenas un centímetro. En román paladino, cuando los pequeños empresarios o los miembros de las clases medias que hoy apoyan a Podemos comprobaran que su nivel de vida y sus pequeños privilegios económicos estuvieran ya de nuevo afianzados, pronto se olvidarían de las conquistas sociales para los más desfavorecidos.

La hegemonía de los valores populares y el papel de los intelectuales

Otro de los atractivos de la teoría de Gramsci es el concepto de hegemonía, que él contraponía a la dictadura del proletariado, entendida ésta como la transición de la fase del socialismo hacia el comunismo, donde las clases bajas tomarían el poder para desmontar el sistema liberal. Gramsci pensaba que una revolución donde los valores morales, éticos o incluso lúdicos o estéticos (el ocio, el arte, etc.) no cambiaran o fueran impuestos, no tendría muchos visos de futuro. Gramsci creía necesaria la creación de una nueva cultura, de una nueva visión de la vida, nuevos valores que no tuvieran nada que ver con la moral burguesa ni con sus objetivos materiales. Era necesaria una cultura popular, opuesta a la oficial, creada por el pueblo para el pueblo, de modo que la revolución sería una consecuencia lógica, una necesidad. En este sentido, el papel de los intelectuales (aquellas personas con una formación cultural o académica sólida) sería determinante, porque serían éstos, los intelectuales, los responsables de ir modelando estos valores, extendiéndolos y creando cambio social.
En Podemos se han puesto manos a la obra en este aspecto, creando una serie de elementos destinados al cambio del comportamiento social. Ya no se trata solo de difusión de ideas y acciones a través de los medios de comunicación, así como la dinamización de conceptos sugerentes, como el de casta, sino al uso de nuevos métodos asamblearios o nuevas estructuras de acción política, esencialmente a través de las redes sociales.
Sin embargo, la concepción de la intelectualidad por parte de Gramsci era muy distinta a la de Podemos. Gramsci creía que la primera obligación de cualquier militante era la formación. Cada militante debe transformarse en un intelectual, con formación teórica sólida y capaz de irradiar cambio social a través de la fortaleza de sus ideas, además de su compromiso y su ejemplo. Educación, formación y acción política eran para Gramsci distintas facetas de una misma realidad, la actividad revolucionaria. Parafraseando a Bertolt Brecht, cada militante estaba llamado a ser un intelectual.
El fallo de Podemos, desde mi punto de vista, es, precisamente, el querer abordar un cambio social radical solo con un grupo reducido de dirigentes desde el que emana toda ideología. Pese a la apariencia, lo que está claro es que Podemos está férreamente dirigido por una minoría selecta de intelectuales (académicos, en este caso) que de una u otra manera lo decide todo, y cuyas directrices, proclamas, consignas y decisiones son aceptadas por sus seguidores como un bloque, sin apenas crítica, lo que se aleja mucho del concepto de centralismo democrático defendido por Gramsci, ya que en el caso de Podemos se transmite de arriba hacia abajo, desde la cúpula hacia la base. Pese a la apariencia asamblearia, hoy por hoy Podemos no tiene los cauces necesarios para la creación de un programa por parte de las bases: su núcleo dirigente (Iglesias, Monedero, Errejón) es quien crea la línea política, que es seguida con entusiasmo general por sus bases.
Esta es precisamente una de las mayores contradicciones de Podemos: los continuos mensajes a la ciudadanía para que se levante contra las castas dirigentes mientras en la cúpula de Podemos se consolida un grupo rector casi omnipotente. Veremos cómo soluciona Podemos en el futuro esta contradicción interna que, si no se solventa, tiene la potencia suficiente para hacer saltar por los aires una formación política tan joven, pese su amplio apoyo.

La obra de Antonio Gramsci

Gramsci fue un teórico del marxismo, pero siempre tuvo los pies en el suelo. Aunque fue a la vez crítico social, filósofo, periodista y ensayista, lo hizo siempre con un lenguaje accesible y no demasiado recargado, para el pueblo. Pone los pelos de punta comprobar cómo su obra cobra actualidad y vigencia pese a haber pasado casi un siglo. Como muestra, un botón:


Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Por eso odio a los indiferentes.
La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia opera potentemente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad; aquello con que no se puede contar. Tuerce programas, y arruina los planes mejor concebidos. Es la materia bruta desbaratadora de la inteligencia. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, permite la promulgación de leyes, que sólo la revuelta podrá derogar; consiente el acceso al poder de hombres, que sólo un amotinamiento conseguirá luego derrocar. La masa ignora por despreocupación; y entonces parece cosa de la fatalidad que todo y a todos atropella: al que consiente, lo mismo que al que disiente, al que sabía, lo mismo que al que no sabía, al activo, lo mismo que al indiferente. Algunos lloriquean piadosamente, otros blasfeman obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: ¿si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, habría pasado lo que ha pasado?
Odio a los indiferentes también por esto: porque me fastidia su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos: cómo han acometido la tarea que la vida les ha puesto y les pone diariamente, qué han hecho, y especialmente, qué no han hecho. Y me siento en el derecho de ser inexorable y en la obligación de no derrochar mi piedad, de no compartir con ellos mis lágrimas.
Soy partidista, estoy vivo, siento ya en la conciencia de los de mi parte el pulso de la actividad de la ciudad futura que los de mi parte están construyendo. Y en ella, la cadena social no gravita sobre unos pocos; nada de cuanto en ella sucede es por acaso, ni producto de la fatalidad, sino obra inteligente de los ciudadanos. Nadie en ella está mirando desde la ventana el sacrificio y la sangría de los pocos. Vivo, soy partidista. Por eso odio a quien no toma partido, odio a los indiferentes.
11 de febrero de 1917

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