sábado, 16 de febrero de 2008

La balsa de La Medusa

Hace unas semanas escribí este pequeño artículo para la revista local "Punto de Encuentro". Como veréis, el tono es bastante (¡¡¡mucho!!!) moderado, porque el público al que va dirigido no es precisamente la flor y nata de la progresía (Miguel Esteban, para quienes no lo sepáis, es un feudo tradicional de la derecha más recalcitrante). Pero me pareció interesante hurgar un poco en el tema de la inmigración, tan traída y llevada.

La balsa de La Medusa

De entre las muchas obras cumbre del arte que se pueden admirar en el parisino Museo del Louvre destaca una de 1819 del pintor romántico Théodore Géricault titulada La balsa de La Medusa.

Esta enorme pintura, tanto por sus dimensiones (mide siete por cinco metros) como por su calidad pictórica, está basada en una truculenta historia que agitó la conciencia de la sociedad francesa de la época.

En 1816, tras la derrota de Napoleón y la restauración de los Borbones en el trono francés, una fragata, La Medusa, naufragó a unos 150 kilómetros de la costa del Senegal (en aquella época territorio galo). Como el total de los 400 navegantes no cabía en los botes salvavidas, el capitán decidió que éstos fueran ocupados según el rango de la tripulación, dando preferencia a oficiales y aristócratas. El resto, unas 150 personas entre marineros, sirvientes y soldados rasos, fue trasladado a una balsa construida con madera de la fragata que sería remolcada por los botes. Sin embargo, al poco tiempo, los aristócratas comprobaron que remolcar la balsa les entorpecía la marcha, así que decidieron cortar las amarras y abandonar la balsa a su suerte.

Los botes alcanzaron la costa sin dificultades, pero la balsa de La Medusa quedó a la deriva; sin víveres, sin remos, sin agua potable, pronto el hambre, la sed, la insolación y la enfermedad se enseñorearon de tan precaria embarcación durante 52 días, al cabo de los cuales sólo 15 tripulantes fueron rescatados con vida, de los que 5 murieron al poco tiempo. Los diez supervivientes difundieron por toda Francia los terribles hechos, relatando tanto el infame acto de los aristócratas de La Medusa como la serie de calamidades que ocurrieron a bordo de la balsa, donde se llegó al asesinato, la enajenación mental, el suicidio e incluso al canibalismo.

El conocimiento de tales noticias causó gran ira y revuelo en la población francesa, que vio en aquellos hechos la personalización de lo repugnante de quienes desprecian hasta el extremo la vida de aquellos a quienes consideran inferiores. El cuadro de Géricault provocó tal vergüenza entre la nobleza que un grupo de ellos intentó comprar el lienzo para destruirlo, aunque la famosa obra se salvó, paradójicamente, al ser adquirida por el propio rey para la colección real.

Aún hoy, casi 200 años después de aquellos hechos, nos sentimos conmovidos por esa historia. Sin embargo, por ironías del destino, en los últimos años no una sino cientos de balsas de La Medusa se dirigen desde el Senegal a las costas españolas cargadas de seres humanos desesperados, desfallecidos, en condiciones infrahumanas, muchos de ellos encontrando la más indigna de las muertes. Sin embargo, muy al contrario que los franceses de hace dos siglos, escuchamos cada día en el Telediario esas noticias sin inmutarnos, sin conmovernos, como si no se tratara de seres humanos.

Puede que no nos queramos parar a reflexionar que nosotros, los españoles del siglo XXI, quizás somos como aquellos aristócratas que, para salvar sus vidas, arrojaron a la muerte a decenas de personas que suponían un lastre para su marcha. De la misma manera, nosotros nos negamos a acoger a las personas que arriban a nuestras costas porque pensamos que supondrán un lastre para nuestra economía. No hace falta más que escuchar cualquier conversación en el bar, en la consulta del dentista o en el despacho del pan: la gente no piensa en estos seres desesperados como en seres humanos con tanta dignidad como nosotros mismos, sino que se queja de que ocuparán puestos de trabajo, acudirán al médico o supondrán un gasto para los servicios sociales. Ni siquiera nos paramos a pensar que quizás dichos emigrantes en realidad no nos vienen a robar nada, que vienen a ocupar los peores puestos de trabajo, que contribuyen al sostenimiento del sistema de pensiones o que dinamizarán nuestra economía gracias a su consumo, alquileres, compra de bienes, etc.

Lo que queremos es que nuestra riqueza, nuestro nivel de vida, no baje ni siquiera una milésima por culpa de estos negros y moros a quienes consideramos inferiores. Como los aristócratas de La Medusa, preferimos cortar las amarras de la balsa que tememos que lastre nuestro futuro. Y con este acto, abandonamos a miles de seres humanos a la desesperación y la muerte.

2 comentarios:

  1. Hola, Jesus, primero de todo felicitarte por el blog,MUY BUENO!,La parabola es muy ilustradora, en un pais y en un pueblo donde se presume de ser cristiano.Pero los valores de igualdad y amor al prójimo no sirven nada en una sociedad deseosa de ser alguien en la vida, alguien con dinero y poder, o simplemente alguien con muchas cosas caras que anestesien la conciencia, y para llegar a eso no importa que nos llevemos por delante a quien haga falta y tengamos que cortar las amarras de los que nos frenan para conseguir ser "alguien".

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  2. Gracias por tu comentario, tocayo. No lo había visto con esto de las oposiciones.
    Y enhorabuena, de verdad, por tu trabajo: es la prueba de que se puede se puede sacar agua de este desierto cultural que es Miguel Esteban.

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