Mucho se ha hablado estos días de la visita del
Jefe del Estado del
Vaticano (anteriormente conocido como
Ratzinger y ahora como
Benedicto XVI), y han corrido ríos de tinta sobre
sus paños calientes con los
miles de casos de
curas pederastas o su pasado como miembro de las
Juventudes Hitlerianas (hechos que, sin duda,
su dios habrá perdonado,
pelillos a la mar).
No, no voy a hablar de eso, ni siquiera voy a responder a las acusaciones del presidente de la
Conferencia Episcopal española,
Martínez Camino, a la
Asociación Europa Laica de ser unos
parásitos (es como si un
vampiro acusa a un
ser humano de
chupóptero, tratándose del
jefe de una
organización que cobra del Estado español, vía impuestos, la friolera de unos
10.000 millones de €). Ni de los
50 millones de euritos (unos 8500 millones de las antiguas
pesetas) que van a costar las
Jornadas de la Juventud en un contexto de crisis económica (y ni siquiera me he referido a
Somalia).
De lo que me gustaría hablar es de algo que me intriga.
Yo, como
escoria antiespañola que soy (vamos, que ni se me eriza el vello de la nuca cuando oigo el
himno nacional), no sé en qué posición quedan, por ejemplo, los
curas y las
monjas españoles a efectos
patrios. ¿Tienen los curas y las monjas
doble nacionalidad española-vaticana? Porque, si mal no recuerdo, están obligados por
voto de obediencia, que se remonta al
Papa a través de la
jerarquía de obispos y
cardenales, a un acatamiento total de la voluntad del
Jefe de Estado de un país
extranjero.
Y si no tienen
nacionalidad vaticana, ¿son algo así como
agentes dobles? Entonces, a
efectos patrios, ¿se les podría considerar
traidores a España? Porque es indudable que si un cura o una monja tuvieran que elegir
lealtad nacional, elegirían
lealtad al Vaticano, a quien han
jurado obediencia: no conozco muy bien los rituales internos de la
secta católica (me refiero a la
secta católica para diferenciarla de las otras
facciones cristianas), pero creo que aún celebran un
rito medieval de sumisión en sus ordenaciones religiosas.
¡
Cielos!
¿En qué posición deja esto a los miles de
bisoños jovenzuelos que agitan sus
banderitas del Vaticano mientras en sus muñecas tintinean las
pulseritas rojigualdas?
¡
Dios suyo! (Perdonen que, por razones de coherencia, no diga ¡
Dios mío!). ¿Me estaré volviendo
nacionalista?
¡
Dios me libre!