Algo pasa en este país cuando
nos escandalizamos por hechos evidentes.
Cuando hace unas semanas el
mandamás de la
Conferencia Episcopal dijo en público que todas aquellas personas que habían apoyado la
Ley del aborto estaban
en pecado, la caterva
progre se echó las manos a la cabeza, capitaneada por el
ciudadano de orden José Bono.
Pero, ¿qué esperaban? ¿Que
un obispo saliese diciendo “
pelillos a la mar”?¿Que se fuera de manifestación bajo la
bandera arcoiris defendiendo el
derecho de cualquier persona a disfrutar libremente de su sexo? ¿Que pidiera públicamente que se repartieran
condones gratis y se declararan
bien de utilidad social?
Los
obispos españoles tienen una
virtud de la que carece la mitad de la población que se dice
progresista:
son consecuentes. La
religión católica considera el
aborto un
asesinato, del mismo modo que considera que practicar el
sexo por placer es
pecado y que
soportar el dolor no sólo es
bueno sino que también es
deseable (cuanto más sufras, más te ganarás el cielo, un planteamiento que haría las delicias del
bueno del
Marqués de Sade).
Quienes no son
consecuentes son todas aquellas personas que se dicen
católicas y, al mismo tiempo, no aceptan su
Credo. Una de dos:
o se es católico con todas sus consecuencias
o no se es, no hay término medio. Una persona podrá considerarse más o menos creyente, más o menos cristiana; pero si se define como
católica es que acepta sus
preceptos y sus
dogmas. Es como si alguien se declara
vegetariano y se escandaliza porque le dicen que no puede
comer carne.
Sabiendo las reglas no valen las quejas. O, como dicen en mi pueblo,
no se puede estar en el caldo y en las tajás.