sábado, 23 de febrero de 2008

Radio Nacional de España. La pública. La suya.

Uno de los lemas más manidos de Juan Ramón Lucas, conductor del programa matinal de RNE “En días como hoy” es el del título del post: “Radio Nacional de España. La pública. La suya.

A pesar del inefable grupito de tertulianos y de las opiniones pro-PSOE cada vez peor disimuladas por su director, en dicho programa se alardea de neutralidad y de “no opinar”, y para demostrarlo ponen a disposición del ciudadano un teléfono, 900 137 137 (gratuito), en el que se puede dar la opinión y hasta intervenir.

Hace unos días (¡ay, mísero de mí, ay, infelice!) se me ocurrió llamar, quejándome de que ya que la Constitución promueve explícitamente el pluralismo político, un debate a dos me parecía no sólo un atropello a los partidos distintos al PP-PSOE, sino que iba en contra del espíritu y la letra constitucional. La señorita, muy amable, tomó nota y me pidió el teléfono para llamarme cuando me tocara intervenir en directo, pero en el programa no se hizo referencia al tema. Al día siguiente, llamé para decir que si Izquierda Unida tenía un 5% de votos, grosso modo, le correspondía un 5% del hemiciclo, es decir, 17 ó 18 de 350 diputados, y que como sólo teníamos 5 me parecía que es como para perder la fe en la democracia. De nuevo amabilidad, pero, en el programita, ni mú.

El caso es que me lo he tomado como experimento sociológico: llamo a diario (¡palabra!) desde el curro y les expongo mi queja (sobre todo lo del atraco electoral), con idénticos resultados: escucho la radio, habla gente de todo el Estado de cualquier tema y de lo mío cero patatero (como diría nuestro políglota ex-presidente Ansar). Os animo a llamar y a experimentar en carne propia el ninguneo.

Al menos, ya entiendo el verdadero sentido del lema del programa: Radio Nacional de España. La pública. La suya (la del PSOE).

domingo, 17 de febrero de 2008

En un mundo libre...

El bendito Ken Loach, director de cine comprometido como ninguno, ha estrenado recientemente una nueva película: "En un mundo libre...", donde se centra de nuevo en la problemática de la inmigración ilegal en Occidente.
El tema viene que ni pintado en estos días de (pre)campaña electoral. Toda persona con más corazón que estómago sintió náuseas al escuchar a Arias Cañete hablar de lo mal que está el servicio, o el aplaudido por la ultraderecha europea contrato para los inmigrantes propuesto por el PP, donde los trabajadores extranjeros tendrían que pasar por la humillación de firmar un documento a su entrada al país donde se comprometieran a respetar las leyes y las costumbres españolas(?).
Dicho contrato propuesto por Espe, Rajoy y cia. nos lleva a hacer unas reflexiones inmediatas: en primer lugar, está claro que cualquier persona en cualquier país, extranjera o no, está obligada a respetar las leyes, luego, ¿a qué viene eso de firmar que se va a cumplir algo a lo que ya estás obligado? Y en segundo lugar, ¿quién es el guapo que dice qué costumbres son las que hay que respetar? ¿Obligaremos a los kenyatas a bailar sevillanas? ¿Tendrán que salir los canadienses de los bares con un palillo de dientes en la comisura de los labios y rascándose la entrepierna? ¿Me recibirá mi amigo Mohamed en su casa bailándome un aurrezku en vez de con un té con menta? Y, por otra parte, ¿a qué extranjeros? Porque la ley española dice claramente que los ciudadanos de la UE tienen iguales deberes y derechos en todos los países de la Unión. ¿Habrá una escala de ciudadanos de primera, de segunda y de tercera?
Está claro que el PP no ha hecho ninguna de esas reflexiones y que lo único que pretenden es fidelizar a una parte de su electorado que comulga con la extrema derecha. Pero lo que resulta decepcionante es la reacción del PSOE: pese a que criticó (¿cómo no?) el contrato de marras, la primera reacción de Rubalcaba fue decir que ellos "habían expulsado del país durante 2007 a más ilegales que nunca", haciendo un guiño a los sectores más intransigentes. Y, no contentos con eso, en la escalada electoral por copar los votos de la xenofobia, propusieron que los extranjeros que residieran en España y tuvieran carné de conducir fueran obligados a realizar una prueba para convalidar dicho permiso. Estamos en las mismas: los ciudadanos de la UE, rumanos y búlgaros incluidos, tienen su documentación homologada a la española automáticamente. Y los extracomunitarios tienen tratados de reciprocidad que homologa títulos y documentos según tratados bilaterales (es decir, que, por ejemplo, Ecuador reconoce la validez del permiso de conducir español en territorio ecuatoriano y España hace lo propio con los ecuatorianos en territorio hispano). ¿Qué va a hacer el PSOE entonces? ¿Derogar la legislación comunitaria y no aceptar el carné de los rumanos como válido? ¿Derogarán el tratado bilateral con Colombia o Argentina y los residentes españoles allí tendrán que hacer una prueba de homologación de sus carnés?
La xenofobia tiene muchas caras. Y la que va unida a la hipocresía y la demagogia es la más amable, pero no por ello la más inocua.

Mi amigo Santos

Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, el senador McCarthy desencadenó una persecución política sin precedentes en los Estados Unidos destinada a limpiar de comunistas tanto los USA como el Occidente bajo su esfera de influencia. Esta caza de brujas se cebó sobre todo en artistas, periodistas, intelectuales y gente del cine (por lo que alcanzó una gran repercusión), alcanzando unas cotas de censura tales que se creó una psicosis colectiva que llevó a miles de personas a denunciar a antiguos vecinos y amigos que pasaban por la humillación de testificar ante la Comisión de Actividades Antiamericanas. De esta manera, aunque muchos no fueron condenados oficialmente, pasaron el calvario de verse perseguidos, marginados y apartados de la vida pública por el mero hecho de tener simpatías por la izquierda (y, a veces, sólo por ayudar a algún izquierdista).

La Historia, como postuló Nietszche, se repite continuamente, a diferentes escalas y en tiempos y maneras distintos. En mi pequeño pueblo (Miguel Esteban), a un vecino, Santos Ochoa, candidato del PSOE al Ayuntamiento local, se le ocurrió la peregrina idea de que algunas cosas tenían que cambiar. Cosas tan evidentes como que el Ayuntamiento no contratara a dedo ni despidiera a discreción al personal laboral, que hiciera públicas las cuentas públicas (valga la redundancia), que se eliminara del callejero local el nombre de militares golpistas o de dictadores como los generales Mola y Franco, etc., cayeron como una bomba en el seno de la comunidad migueleta, acostumbrada a que sólo los rojos de Izquierda Unida hicieran dichas disparatadas peticiones. Se desencadenó entonces una verdadera caza al hombre, un acoso y derribo (siempre he querido tener un blog para poder escribir tantos tópicos...) feroz contra él, negándole el pan y la sal de la buena voluntad y las buenas intenciones. Se le presentó como un monstruo cuyo único objetivo eran cargarse al pueblo, al que sólo movían intereses espurios. Perdió las elecciones, pero el acoso no paró ahí, sino que sigue día a día como los perros que se ceban en la presa muerta.

Personalmente, no creo que nadie se meta en política municipal en un pueblo pequeño sin intenciones de mejorar las cosas (y les otorgo el beneficio de la duda a todos, desde el PP hasta Batasuna). Sólo que hay muchas formas distintas, y hasta incompatibles, de querer cambiar las cosas. Está claro que discrepé y discrepo, más de forma que de fondo, de muchas de las propuestas del PSOE local en las anteriores elecciones municipales (si no, les hubiera votado a ellos y no a Izquierda Unida), pero eso no es óbice para que tenga que quedarme de brazos cruzados cuando veo que un sector de los habitantes de mi pueblo quieren destruir sin escrúpulos a una persona sólo por razones de interés político. Sobre todo cuando, esencialmente, se trata de una buena persona con buenas ideas y con buenas intenciones.

Viene al pelo el famoso poema, atribuido por error a Bertolt Brecht, de Martin Niemoeller (vuelvo a suscribir lo de los tópicos ;)):

Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a buscar a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.

No pienso callarme cuando veo el acoso al que se está sometiendo a Santos Ochoa, por muchas razones. La principal de ellas es que estoy orgulloso de ser su amigo.

sábado, 16 de febrero de 2008

¡Qué modernos son estos sociatas!

Cuando los voceros del progresismo institucional (léase PSOE) atacan a la izquierda transformadora, suelen descalificarla como antigua, fuera de la realidad, o utópica. ¡Como si los obreros de la construcción, el campo o la mar, que disfrutan de jornadas de 9 horas sin pagas y sin vacaciones, a veces firmando el finiquito en blanco, estuviesen fuera de la realidad o su situación no fuese real y contemporánea..!
Sin embargo, se les ve el plumero cuando se trata de abordar la existencia de instituciones medievales. Para ellos la monarquía, por ejemplo, no es una rémora antidemocrática, elitista y “antigua”. Que la Jefatura del Estado sea heredad de una familia, que no tengamos derecho a su elección libre y por sufragio universal, que las cuentas de la Casa Real estén blindadas a auditorías, etc., etc., etc., no son para ellos antiguallas medievales, sino (¡voto a bríos!) una garantía de unidad para los españoles (¡cáspita!), como se encargó de recordarnos el propio Zapatero hace unas semanas con ocasión del 40 cumpleaños del heredero de la Jefatura del Estado, escribiéndole una carta, publicada en los periódicos, en la que demostraba su peloteril sumisión a la Corona.
Tampoco ven ningún impedimento en defender el sistema electoral, herencia del liberalismo del siglo XIX que, mediante el uso y abuso de la circunscripción provincial, margina a fuerzas democráticas estatales como Izquierda Unida de manera que con casi un millón y medio de votos obtienen sólo cinco diputados mientras partidos como el PNV o ERC, con tres o cuatro veces menos votos tienen siete u ocho.
Tres cuartos de lo mismo pasa pasa con la Iglesia. Desde la Ilustración (siglo XVIII para más señas) se ha estado pregonando la separación Iglesia-Estado, la laicidad de los gobiernos, etc., etc. Al pobre de Montesquieu le daría un pasmo al ver como a la quintaesencia del progresismo español le da igual que en las escuelas públicas se predique una fe, que los obispos designen a dedo a los profesores de religión (pero siendo el Estado quien les paga), que se pague al clero por parte del erario público o que los capellanes castrenses formen parte del organigrama (y la nómina) del Ministerio de Defensa.
Por eso les resulta muy duro ver como sus protegidos (esos señores con joyas, bonetes y faldas con puntillas) piden abiertamente el voto para el PP o soliviantan a la ciudadanía clamando contra el derecho a una sexualidad sana, al divorcio, al aborto, despotricando contra el derecho a la libre elección de la opción sexual o pidiendo la objeción de conciencia a una asignatura que enseña valores democráticos. Señores psoecialistas: ajo y agua. De aquellos polvos, estos lodos.
Ya es hora de entrar en la modernidad. Hágannos caso a los cavernícolas de la izquierda transformadora y hagan realidad, en pleno siglo XXI, la separación de la Iglesia y el Estado.

La balsa de La Medusa

Hace unas semanas escribí este pequeño artículo para la revista local "Punto de Encuentro". Como veréis, el tono es bastante (¡¡¡mucho!!!) moderado, porque el público al que va dirigido no es precisamente la flor y nata de la progresía (Miguel Esteban, para quienes no lo sepáis, es un feudo tradicional de la derecha más recalcitrante). Pero me pareció interesante hurgar un poco en el tema de la inmigración, tan traída y llevada.

La balsa de La Medusa

De entre las muchas obras cumbre del arte que se pueden admirar en el parisino Museo del Louvre destaca una de 1819 del pintor romántico Théodore Géricault titulada La balsa de La Medusa.

Esta enorme pintura, tanto por sus dimensiones (mide siete por cinco metros) como por su calidad pictórica, está basada en una truculenta historia que agitó la conciencia de la sociedad francesa de la época.

En 1816, tras la derrota de Napoleón y la restauración de los Borbones en el trono francés, una fragata, La Medusa, naufragó a unos 150 kilómetros de la costa del Senegal (en aquella época territorio galo). Como el total de los 400 navegantes no cabía en los botes salvavidas, el capitán decidió que éstos fueran ocupados según el rango de la tripulación, dando preferencia a oficiales y aristócratas. El resto, unas 150 personas entre marineros, sirvientes y soldados rasos, fue trasladado a una balsa construida con madera de la fragata que sería remolcada por los botes. Sin embargo, al poco tiempo, los aristócratas comprobaron que remolcar la balsa les entorpecía la marcha, así que decidieron cortar las amarras y abandonar la balsa a su suerte.

Los botes alcanzaron la costa sin dificultades, pero la balsa de La Medusa quedó a la deriva; sin víveres, sin remos, sin agua potable, pronto el hambre, la sed, la insolación y la enfermedad se enseñorearon de tan precaria embarcación durante 52 días, al cabo de los cuales sólo 15 tripulantes fueron rescatados con vida, de los que 5 murieron al poco tiempo. Los diez supervivientes difundieron por toda Francia los terribles hechos, relatando tanto el infame acto de los aristócratas de La Medusa como la serie de calamidades que ocurrieron a bordo de la balsa, donde se llegó al asesinato, la enajenación mental, el suicidio e incluso al canibalismo.

El conocimiento de tales noticias causó gran ira y revuelo en la población francesa, que vio en aquellos hechos la personalización de lo repugnante de quienes desprecian hasta el extremo la vida de aquellos a quienes consideran inferiores. El cuadro de Géricault provocó tal vergüenza entre la nobleza que un grupo de ellos intentó comprar el lienzo para destruirlo, aunque la famosa obra se salvó, paradójicamente, al ser adquirida por el propio rey para la colección real.

Aún hoy, casi 200 años después de aquellos hechos, nos sentimos conmovidos por esa historia. Sin embargo, por ironías del destino, en los últimos años no una sino cientos de balsas de La Medusa se dirigen desde el Senegal a las costas españolas cargadas de seres humanos desesperados, desfallecidos, en condiciones infrahumanas, muchos de ellos encontrando la más indigna de las muertes. Sin embargo, muy al contrario que los franceses de hace dos siglos, escuchamos cada día en el Telediario esas noticias sin inmutarnos, sin conmovernos, como si no se tratara de seres humanos.

Puede que no nos queramos parar a reflexionar que nosotros, los españoles del siglo XXI, quizás somos como aquellos aristócratas que, para salvar sus vidas, arrojaron a la muerte a decenas de personas que suponían un lastre para su marcha. De la misma manera, nosotros nos negamos a acoger a las personas que arriban a nuestras costas porque pensamos que supondrán un lastre para nuestra economía. No hace falta más que escuchar cualquier conversación en el bar, en la consulta del dentista o en el despacho del pan: la gente no piensa en estos seres desesperados como en seres humanos con tanta dignidad como nosotros mismos, sino que se queja de que ocuparán puestos de trabajo, acudirán al médico o supondrán un gasto para los servicios sociales. Ni siquiera nos paramos a pensar que quizás dichos emigrantes en realidad no nos vienen a robar nada, que vienen a ocupar los peores puestos de trabajo, que contribuyen al sostenimiento del sistema de pensiones o que dinamizarán nuestra economía gracias a su consumo, alquileres, compra de bienes, etc.

Lo que queremos es que nuestra riqueza, nuestro nivel de vida, no baje ni siquiera una milésima por culpa de estos negros y moros a quienes consideramos inferiores. Como los aristócratas de La Medusa, preferimos cortar las amarras de la balsa que tememos que lastre nuestro futuro. Y con este acto, abandonamos a miles de seres humanos a la desesperación y la muerte.